Tumba del diestro Manuel Rodríguez ""Manolete"", en el cementerio de la Salud de Córdoba. EFE/ Rafa Alcaide

Manolete y Linares: 75 años de la tragedia que marcó la posguerra

Madrid, 27 ago (EFE).- Un simple y certero cruce de armas en el momento de entrar a matar -el pitón derecho de Islero y el estoque de Manolete- bastó para que en aquel preciso instante se desatara la tragedia que conmovió a la España de la posguerra aquel 28 de agosto de 1947 en Linares, hace ya 75 años.

La noticia de la muerte en la localidad jiennense de Manuel Rodríguez Sánchez, el mayor ídolo de masas de su tiempo, se extendió a toda velocidad, en un alarmado boca a boca, por un país asolado que aún se lamía las heridas de la Guerra Civil y para el que el hierático diestro de Córdoba era un espejo de actitud vital.

Juan Soto Viñolo, el guionista del famoso consultorio radiofónico de “Elena Francis”, escribió que Manolete fue “un torero para olvidar una guerra”, y algo de eso había en la admiración incondicional que provocaba entre la sufrida población su valor entregado ante los toros y su elegancia en la calle, donde también marcó modas a la hora de vestir.

Aquel hieratismo frente el peligro, que el tópico califica de senequista, sirvió a este huérfano de la rancia Córdoba taurina para revolucionar la tauromaquia en apenas cinco temporadas, ligando el natural con el máximo y enervante ajuste para, sin pasos entre los pases, ayudarle a dar a su arte un paso de gigante.

Pero la magra figura de Manolete, como la de un Quijote vestido de luces, trascendía más allá del toreo, tal vez por la identificación de una mayoría famélica resignada a las cartillas de racionamiento y que cada mañana se enfrentaba con similar entereza a las dilatadas carencias y necesidades de unos años de oscura miseria.

Ante el toro, en ese contacto directo y evidente con la muerte, el austero Califa de la tauromaquia predicaba con el ejemplo las fórmulas de superación de un país necesitado de referentes e ilusiones que, aparte de otros artistas, los encontraba en el candente estrado de las plazas de toros, empeñando los colchones si era necesario para disfrutar de su pasión y de su torero predilecto.

Que la incipiente dictadura utilizara el fenómeno Manolete para controlar a las masas que atraía no es de extrañar ni tiene por qué empañar la imagen histórica de un sublime diestro que, en sus viajes a México, también se reunió con la flor y nata del exilio republicano, incluido el muy taurino Indalecio Prieto, lo que le costó alguna soterrada represalia del régimen de Franco.

Pero el hecho es que, aquella temporada del 47, Manolete estaba ya agotado y harto de ser ejemplar, tras cuajar dos arrolladoras campañas en México mientras en su tierra no dejaban de aflorar nuevos y más poderosos enemigos decididos a derribarle de su sólido pedestal, acusándole de los fraudes ganaderos de los años de carencia y de ventajas en ese toreo de majestuoso perfil con el que dejó una permanente huella.

Atacado en la prensa y en los tendidos por el cainismo hispánico, y discutido en las altas instancias por sus amores no bendecidos con la actriz Lupe Sino, el torero llegó a Linares aquella madrugada del 28 de agosto, día de San Agustín, al volante de su Buick azul celeste, para instalarse en el hotel Cervantes de la ciudad minera, donde durmió, sin descansar, su última noche triste.

Luis Miguel Dominguín, el joven irreverente que ansiaba arrebatarle el trono, pasó por su habitación antes de que Manolete se enfundara en aquel terno rosa y oro que se empaparía de rojo sangre solo unas horas después. Y el maestro aprovechó para advertirle que, con toda seguridad, además de la gloria, el madrileño también habría de asumir la herencia de sus agrios detractores.

El resto ya es conocido: Islero, el quinto toro de Miura, le partió la femoral y la safena cuando Manolete, como era norma, entró despacio, dejándose ver, a matarle al volapié. Como reflejan la exclusivas fotos del menudo Paco Cano, el torero fue trasladado, desmadejado y desangrándose, a la pobre enfermería de la plaza, donde un sobrepasado doctor Garrido hizo lo que pudo.

De Madrid llegaron más coches esa noche al hospital de los marqueses de Linares, entre ellos el del doctor Jiménez Guinea, cirujano de Las Ventas, cargado con algunos frascos del plasma sobrante tras la demoledora explosión del polvorín de Cádiz sucedida veinte días antes, que produjo 150 muertos y más de 5.000 heridos.

En mal estado, o no, y con la recién descubierta penicilina aún vendida de estraperlo, tras la aplicación de aquel plasma y una nueva operación nocturna sin que nadie se atreviera a amputarle la pierna, el estado de Manolete se agravó: “No veo, doctor”. Eran, en todos los relojes, las cinco y siete de la madrugada del 29 de agosto cuando el ídolo de treinta años expiró en aquella lúgubre habitación, rodeado de los íntimos, que no de los más queridos.

Y su muerte no hizo más que renovar el luto permanente de una España dolorida a la que, durante los enervantes minutos de sus faenas, había ayudado a revivir al ritmo de su honda y trascendente muleta, y de ese capote de grana y oro que cantó Juanita Reina con música de Quintero, León y Quiroga. Paco Aguado