Martí Puig i Leonardi |
Barcelona (EFE).- En octubre de 2019 se vieron en Barcelona escenas que sus habitantes jamás habrían imaginado: el aeropuerto lleno de manifestantes o la plaza Urquinaona en llamas. Los líderes independentistas acababan de ser condenados por el Tribunal Supremo y el ‘procés’ entraba en una nueva fase.
Tras la sentencia del ‘procés’, algo comenzaba a torcerse seriamente en Cataluña, y el proceso de ‘ulsterización’ -el enquistamiento y la radicalización del conflicto entre comunidades, como en Irlanda del Norte- era ya una posibilidad real: así, al menos, se interpretó desde organizaciones como el Instituto Catalán Internacional por la Paz (ICIP).
El director del ICIP, Kristian Herbolzheimer, explica a EFE que desde que asumió el cargo, a finales de 2018, se propuso frenar a la polarización en Cataluña.
En especial, tras la aceleración independentista de octubre de 2017, que llevó al Ejecutivo central a intervenir el autogobierno catalán y a que los líderes del ‘procés’ fueran encarcelados o huyeran de España.
El ICIP puso en marcha una decena de iniciativas de diálogo, alejadas de los focos, para tender puentes entre ciudadanos de a pie, entidades sociales, segundas espadas de las principales fuerzas políticas o líderes de juventudes de partidos, según el caso.
Marçal Escartín, entonces en las juventudes de ERC, e Ignacio Rigau, en la dirección de las Nuevas Generaciones del PP catalán, fueron dos de los 19 jóvenes que participaron en el ciclo de «liderazgos adaptativos» organizados por el ICIP.
Contó con dos sesiones de cuatro horas cada una, en 2021 y 2022, celebradas en la sede de Amigos de la Unesco y en el Espacio Joven La Fontana.
Objetivo: «convivir en la discrepancia»
Herbolzheimer relata que con las reuniones se buscaba que estos jóvenes con responsabilidades políticas, llamados a asumir cada vez más peso en sus organizaciones, resolvieran que se debe «convivir en la discrepancia de forma constructiva».
Las dinámicas o actividades propuestas rehuían las cuestiones de actualidad política y daban pie a escuchar al resto.
«Al principio no sabía muy bien adónde iba», cuenta Escartín, que rememora que precisamente este «desconocimiento» sobre qué se iba a hacer fue lo que «cohesionó» desde el inicio a perfiles tan diferentes entre sí.
Admite, sin embargo, que no fue fácil: «Hablas de cuestiones incómodas con una persona que sabes que no está de acuerdo contigo. Al otro lado hay un tío que te dice todo lo contrario; es como si chocaras contra una pared», cuenta entre risas.

Rigau, en el otro extremo del tablero político, recuerda que la del ICIP fue «una iniciativa muy bonita y hecha con muy buena fe».
Con dinámicas similares a las que pueden organizar empresas multinacionales para engrasar las relaciones entre los trabajadores.
Reconoce que siempre se ha tomado «con cierta distancia» los cursos de liderazgo como éste.
Sin negar que ese era «un momento relativamente tenso», relativiza los efectos de la refriega política: pone como ejemplo las tertulias de los medios, donde la relación no deja de ser cordial pese a que frente a los micrófonos se suele elevar el tono.
Puentes entre políticos jóvenes
Rigau añade otro elemento. En política juvenil hay dos opciones: la «trinchera», es decir, ser un «peón» de tu organización, o relacionarte con miembros de otros partidos en consejos juveniles o de barrio.
En el segundo caso es más probable que te lleves mejor con tus oponentes políticos que con quien compartes militancia, ya que no compites por el poder orgánico, señala.
Tanto Escartín como Rigau coinciden en tener un buen recuerdo de esas jornadas y destacan la «complicidad» generada entre los participantes, con intercambio de números de teléfono y de perfiles de redes sociales incluidos, si bien con el tiempo han ido perdiendo contacto.
Uno de ellos explica el buen rollo generado en ese encuentro con otro dirigente y cómo, sin embargo, le chocó leer días después una publicación suya en Twitter: «Vuelta a la realidad…», comenta.